Aún somos unos cuantos los que creemos que todo sucede por algún motivo. Un día nos pasa algo bueno y lo primero que recordamos es que han sido necesarias un montón de desgracias hasta llegar a eso. Malas jugadas del destino que nunca llegamos a comprender mientras sucedían, pero que en ese momento se convierten en una especie de extraña esperanza para todas las que vengan después. Porque, admitámoslo, no tiene sentido un mundo en el que las cosas simplemente suceden porque sí, por muy ateos que seamos.

 

Así que intentamos razonar, buscamos lo que ha causado todo lo que se encuentra a nuestro alrededor y le damos una explicación lógica. Hasta que un revés de la magnitud de un terremoto devastador o de un goteo incansable de estúpidas tragedias nos derrota y consigue que digamos que son cosas que pasan. Podemos ver por televisión hogares destrozados, cuerpos sin vida y gente llorando, y podemos encontrar para todo eso una explicación meteorológica, médica y psicológica. Pero yo no soy meteorólogo, ni médico, ni psicólogo, así que son sólo cosas que pasan.

 

De pequeño era muy malo jugando a fútbol, por eso no aspiraba a meter demasiados goles. Sin embargo, sabía que cada movimiento tenía su consecuencia, y que aunque simplemente rozara el balón durante unos segundos o hiciera un triste pase en todo el partido, sería imprescindible para el gol que marcaría alguien de mi equipo media hora más tarde. Porque si yo hubiera dejado pasar la pelota, si no hubiera hecho ese pase, todo lo posterior habría sido completamente distinto. De ahí surgía esa magnífica esperanza que me permitía afirmar con orgullo que la victoria había sido, en parte, gracias a mí.

 

Hace poco he conocido a un chico. En realidad no sé ni cómo se llama, sólo sé que de vez en cuando aparezco por su farmacia para comprar algo y así aprovecho para verlo y escuchar su voz. Muchos podrán pensar que estoy loco, pero prometo que es la primera vez que me pasa algo así con un desconocido. De hecho, creo que he sentido lo mismo por más gente con la que me he cruzado por la calle, aunque entonces únicamente ha durado el instante en el que nos hemos visto y, sin embargo, a este sé dónde puedo volver a encontrarlo. Sólo necesito atreverme a decir una frase, algo tan sutil como cuando rozaba el balón, para que el juego pueda seguir. Pero sé que no me atreveré, quizá más por vergüenza que por miedo al rechazo, porque un ‘no’ también me serviría para poder empezar a quitármelo de la cabeza. En realidad, quizás espero que sea él quien inicie una simple conversación que no me haga parecer un estúpido cuando lo veo.

 

De momento prefiero conservar la esperanza y pensar que todo sucede así por un motivo, aunque eso no me permita zanjar una relación para comenzar otra nueva. Dejaré que todo fluya de forma natural, hasta que me canse y lo precipite todo, y entonces pensaré que simplemente son cosas que pasan.